domingo, 14 de abril de 2024

“Sombras de barro”, de Carlos Castaneda.

“Sombras de barro”, de Carlos Castaneda





Sentarse en silencio con don Juan era una de las ex­periencias más agradables que conocía. Estábamos có­modamente sentados en unas sillas tapizadas en la parte posterior de su casa, en las montañas de México central. Era de tarde. Soplaba una brisa placentera. El sol estaba detrás de la casa, a nuestras espaldas. Su luz se desvane­cía, creando exquisitas sombras verdes en los grandes árboles del patio. Enormes árboles crecían alrededor de la casa y aun más allá, tapando la vista de la ciudad don­de don Juan vivía. Me daba siempre la sensación de estar en un lugar salvaje, un lugar salvaje distinto del árido desierto de Sonora, pero agreste de todos modos.

 

‑Hoy vamos a discutir un tema muy serio de la bru­jería ‑dijo don Juan de manera abrupta‑, y vamos a co­menzar por hablar del cuerpo energético.

 

Me había descrito el cuerpo energético incontables veces, diciéndome que era un conglomerado de campos de energía que conforman el cuerpo físico cuando es vis­to como energía que fluye en el universo. Había dicho que era más pequeño, más compacto, y de apariencia más pesada que la esfera luminosa del cuerpo físico. Don Juan me había explicado que el cuerpo y el cuerpo energético eran dos conglomerados de campos energéticos comprimidos y unidos por una extraña fuerza agluti­nante. Había enfatizado una y otra vez que la fuerza que une esos dos grupos de campos energéticos era, según los chamanes del México antiguo, la fuerza más misteriosa en el universo. Él estimaba que era la esencia pura de todo el cosmos, la suma total de todo lo que es. Había asegurado que el cuerpo físico y el cuerpo ener­gético eran las únicas configuraciones de energía en con­trapeso en el reino humano. Por tanto, él no aceptaba ningún otro dualismo. El dualismo entre cuerpo y men­te, carne y espíritu, él los consideraba como una mera concatenación de la mente que surgía de ésta sin funda­mento energético alguno. Don Juan había dicho que por medio de la disciplina es posible para cualquiera acercar el cuerpo energético hacia el cuerpo físico. Normalmente, la distancia entre los dos es enorme. Una vez que el cuerpo energético está dentro de cierto radio cualquiera (que varía para cada uno de noso­tros individualmente), por medio de la disciplina, puede tomar de él una réplica exacta del cuerpo físico; es decir, un ser sólido, tridimensional. De allí la idea de los chamanes del otro o del doble. Del mismo modo, a través de los mismos procesos de disciplina, cualquiera puede forjar de su cuerpo físico sólido, tridimensional, una réplica exacta de su propio cuerpo energético, es decir, una carga de energía etérea invisible al ojo humano, tal como lo es toda energía.

 

Cuando don Juan me dio esta explicación, mi reac­ción había sido preguntarle si lo que él estaba descri­biendo era una proposición mítica. Él me había respon­dido que no hay nada mítico acerca de los chamanes. Los chamanes eran seres prácticos, y lo que ellos descri­bían era siempre algo muy sobrio y muy realista. De acuerdo a don Juan, la dificultad de entender lo que los chamanes hacían estaba en que ellos procedían desde un sistema cognitivo diferente.

 

Aquel día, sentados en la parte trasera de su casa en el centro de México, don Juan dijo que el cuerpo energé­tico era de una importancia clave en todo lo que estaba ocurriendo en mi vida. Él veía como un hecho energéti­co el que mi cuerpo energético, en lugar de alejarse de mí (como sucede normalmente), se me acercaba a gran ve­locidad.

 

‑¿Qué significa el que se me esté acercando, don Juan? ‑pregunté.

‑Significa que algo te va a sacar la mugre ‑dijo don Juan, sonriendo‑. Un grado tremendo de control va a aparecer en tu vida, pero no tu control; el control del cuerpo energético.

‑¿Quiere decir, don Juan, que una fuerza externa va a controlarme? ‑pregunté.

‑Hay montones de fuerzas externas controlándote ahorita mismo ‑don Juan replicó‑. El control al que me refiero es algo que está fuera del dominio del lengua­je. Es tu control, pero a la vez no lo es. No puede ser clasi­ficado, pero sí puede ser experimentado. Y, por cierto, y por sobre todo, puede ser manipulado. Recuerda: puede ser manipulado, por supuesto, para tu beneficio total, que no es, claro, tu propio beneficio sino el beneficio del cuerpo energético. Sin embargo, el cuerpo energético eres tú, así es que podríamos continuar indefinidamente co­mo perros mordiéndose la propia cola, tratando de expli­car esto. El lenguaje es inadecuado. Todas estas experien­cias están más allá de la sintaxis.

 

La oscuridad había descendido muy rápidamente, y el follaje de los árboles, que momentos antes brillaba de color verde, estaba ahora muy oscuro y denso. Don Juan dijo que, si yo prestaba atención intensamente a la oscuri­dad del follaje, sin enfocar la mirada sino mirando como con el rabillo del ojo, vería una sombra fugaz cruzando mi campo de visión.

 

‑Ésta es la hora apropiada para hacer lo que te voy a pedir ‑dijo‑. Toma un momento en fijar la atención necesaria de parte tuya para lograrlo. No pares hasta que captes esa sombra fugaz negra.

 

Vi de hecho una extraña sombra fugaz negra proyec­tada en el follaje de los árboles. Era, o bien una sombra que iba de un lado al otro, o varias sombras fugaces mo­viéndose de derecha a izquierda o de izquierda a dere­cha, o hacia arriba en el aire. Me parecían peces negros y gordos, peces enormes. Era como si gigantescos peces­ espada volaran por el aire. Estaba absorto en la visión. Luego, finalmente, la visión me asustó. Estaba ya muy oscuro para ver el follaje, pero aun así veía las sombras fugaces negras.

 

‑¿Qué es, don Juan? ‑pregunté‑. Veo sombras fugaces negras por todos lados.

‑Ah, es el universo en su totalidad -dijo‑, incon­mensurable, no lineal, fuera del reino de la sintaxis. Los chamanes del México antiguo fueron los primeros que vieron esas sombras fugaces, así es que las siguieron. Las vieron como tú las viste hoy, y las vieron como energía que fluye en el universo. Y, sí, descubrieron algo tras­cendental.

 

Paró de hablar y me miró. Sus pausas encajaban per­fectamente. Siempre paraba de hablar cuando yo pendía de un hilo.

 

‑¿Qué descubrieron, don Juan? ‑pregunté.

‑Descubrieron que tenemos un compañero de por vida ‑dijo de la manera más clara que pudo‑. Tene­mos un predador que vino desde las profundidades del cosmos y tomó control sobre nuestras vidas. Los seres humanos son sus prisioneros. El predador es nuestro amo y señor. Nos ha vuelto dóciles, indefensos. Si que­remos protestar, suprime nuestras protestas. Si quere­mos actuar independientemente, nos ordena que no lo hagamos.

 

Estaba ya muy oscuro a nuestro alrededor, y eso pa­recía impedir cualquier expresión de mi parte. Si hubie­ra sido de día, me hubiera reído a carcajadas. En la oscu­ridad, me sentía bastante inhibido.

 

‑Hay una negrura que nos rodea ‑dijo don Juan‑, pero si miras por el rabillo del ojo, verás todavía las fuga­ces sombras saltando a tu alrededor.

 

Tenía razón. Aun las podía ver. Sus movimientos me marearon. Don Juan prendió la luz, y eso pareció disi­parlo todo.

 

‑Has llegado, a través de tu propio esfuerzo, a lo que los chamanes del México antiguo llamaban el tema de temas ‑dijo don Juan‑. Me anduve con rodeos to­do este tiempo, insinuándote que algo nos tiene prisione­ros. ¡Desde luego que algo nos tiene prisioneros! Esto era un hecho energético para los chamanes del México an­tiguo.

‑¿Pero, por qué este predador ha tomado posesión de la manera que usted describe, don Juan? ‑pregun­té‑. Debe haber una explicación lógica.

‑Hay una explicación ‑replicó don Juan‑, y es la explicación más simple del mundo. Tomaron posesión porque para ellos somos comida, y nos exprimen sin compasión porque somos su sustento. Así como noso­tros criamos gallinas en gallineros, así también ellos nos crían en humaneros. Por lo tanto, siempre tienen comi­da a su alcance.

 

Sentí que mi cabeza se sacudía violentamente de lado a lado. No podía expresar mi profundo sentimiento de incomodidad y descontento, pero mi cuerpo se movía haciéndolo patente. Temblaba de pies a cabeza sin voli­ción alguna de mi parte.

 

‑No, no, no, no ‑me oí decir‑. Esto es absurdo, don Juan. Lo que usted está diciendo es algo monstruo­so. Simplemente no puede ser cierto, para chamanes o para seres comunes, o para nadie.

‑¿Por qué no? ‑don Juan preguntó calmadamen­te‑. ¿Por qué no? ¿Por qué te enfurece?

‑Sí, me enfurece ‑le contesté‑. ¡Esas afirmacio­nes son monstruosas!

‑Bueno ‑dijo‑, aún no has oído todas las afirma­ciones. Espérate un momento y verás cómo te sientes. Te voy a someter a un bombardeo. Es decir, voy a some­ter a tu mente a tremendos ataques, y no te puedes ir porque estás atrapado. No porque yo te tenga prisione­ro, sino porque algo en ti te impedirá irte, mientras que otra parte de ti de veras se alocará. Así es que, ¡ajústate el cinturón!

 

Sentí que había algo en mí que exigía ser castigado. Don Juan tenía razón. No podría haberme ido de la casa por nada del mundo. Y, aun así, no me gustaban para nada las insensateces que él peroraba.

 

‑Quiero apelar a tu mente analítica ‑dijo don Juan‑. Piensa por un momento, y dime cómo explica­rías la contradicción entre la inteligencia del hombre‑in­geniero y la estupidez de sus sistemas de creencias, o la estupidez de su comportamiento contradictorio. Los chamanes creen que los predadores nos han dado nuestro sistema de creencias, nuestras ideas acerca del bien y el mal, nuestras costumbres sociales. Ellos son los que establecieron nuestras esperanzas y expecta­tivas, nuestros sueños de triunfo y fracaso. Nos otorgaron la codicia, la mezquindad y la cobardía. Es el predador el que nos hace complacientes, rutinarios y egomaniacos.

‑¿Pero de qué manera pueden hacer esto, don Juan? ‑pregunté, de cierto modo más enojado aún por sus afirmaciones‑. ¿Susurran todo esto en nuestros oídos mientras dormimos?

‑No, no lo hacen de esa manera, ¡eso es una idio­tez! ‑dijo don Juan, sonriendo‑. Son infinitamente más eficaces y organizados que eso. Para mantenernos obedientes y dóciles y débiles, los predadores se involu­craron en una maniobra estupenda (estupenda, por su­puesto, desde el punto de vista de un estratega). Una maniobra horrible desde el punto de vista de quien la sufre. ¡Nos dieron su mente! ¿Me escuchas? Los pre­dadores nos dieron su mente, que se vuelve nuestra mente. La mente del predador es barroca, contradicto­ria, mórbida, llena de miedo a ser descubierta en cual­quier momento. Aunque nunca has sufrido hambre ‑continuó‑, sé que tienes unas ansias continuas de comer, lo cual no es sino el ansia del predador que teme que en cual­quier momento su maniobra será descubierta y la comi­da le será negada. A través de la mente, que después de todo es su mente, los predadores inyectan en las vi­das de los seres humanos lo que sea conveniente para ellos. Y se garantizan a ellos mismos, de esta manera, un grado de seguridad que actúa como amortiguador de su miedo.

‑No es que no pueda aceptar esto como válido, don Juan ‑dije‑. Podría, pero hay algo tan odioso al res­pecto que realmente me causa rechazo. Me fuerza a to­mar una posición contradictoria. Si es cierto que nos co­men, ¿cómo lo hacen?

 

Don Juan tenía una sonrisa de oreja a oreja. Rebosaba de placer. Me explicó que los chamanes ven a los niños humanos como extrañas bolas luminosas de energía, cu­biertas de arriba a abajo con una capa brillante, algo así como una cobertura plástica que se ajusta de forma ceñi­da sobre su capullo de energía. Dijo que esa capa brillan­te de conciencia era lo que los predadores consumían, y que cuando un ser humano llegaba a ser adulto, todo lo que quedaba de esa capa brillante de conciencia era una angosta franja que se elevaba desde el suelo hasta por en­cima de los dedos de los pies. Esa franja permitía al ser humano continuar vivo, pero sólo apenas.

 

Como si hubiera estado en un sueño, oí a don Juan Matus explicando que, hasta donde él sabía, la humani­dad era la única especie que tenía la capa brillante de conciencia por fuera del capullo luminoso. Por lo tanto, se volvió presa fácil para una conciencia de distinto orden, tal como la pesada conciencia del predador. Luego hizo el comentario más injuriante que había pronunciado hasta el momento. Dijo que esta angosta franja de conciencia era el epicentro donde el ser humano estaba atrapado sin remedio. Aprovechándose del único punto de conciencia que nos queda, los predadores crean llamaradas de conciencia que proceden a consumir de manera despiadada y predatorial. Nos otorgan proble­mas banales que fuerzan a esas llamaradas de conciencia a crecer, y de esa manera nos mantienen vivos para alimen­tarse con la llamarada energética de nuestras seudo‑pre­ocupaciones.

 

Algo debía de haber en lo que don Juan decía, pues me resultó tan devastador que a este punto se me revol­vió el estómago. Después de una pausa suficientemente larga para que me pudiera recuperar, le pregunté a don Juan:

 

‑Pero ¿por qué, si los chamanes del México anti­guo, y todos los chamanes de la actualidad, ven los pre­dadores no hacen nada al respecto?

‑No hay nada que tú y yo podamos hacer ‑dijo don Juan con voz grave y triste‑. Todo lo que pode­mos hacer es disciplinarnos hasta el punto de que no nos toquen. ¿Cómo puedes pedirles a tus semejantes que atraviesen los mismos rigores de la disciplina? Se reirán y se burlarán de ti, y los más agresivos te darán una pa­tada en el culo. Y no tanto porque no te crean. En lo más profundo de cada ser humano, hay un saber ancestral, visceral acerca de la existencia del predador.

 

Mi mente analítica se movía de un lado a otro como un yo‑yo. Me abandonaba y volvía, me abandonó de nuevo y volvió otra vez. Lo que don Juan estaba afir­mando era absurdo e increíble. Al mismo tiempo, era algo de lo más razonable, tan simple. Explicaba cada contradicción humana que se me pudiera ocurrir. ¿Pero cómo podría cualquier persona haber tomado esto con seriedad? Don Juan me empujaba al paso de una avalan­cha que me derribaría para siempre. Sentí otra ola de una sensación amenazante. La ola no provenía de mí, y sin embargo estaba unida a mí. Don Juan estaba haciéndome algo, algo misteriosamente positivo y a la vez terriblemente negativo. Lo sentí como un intento de cortar una fina lámina que parecía estar pegada a mí. Sus ojos estaban fijos en los míos, me miraba sin parpadear. Alejó sus ojos de mí y comenzó a hablar sin volver a mirarme.

 

‑Cuando las dudas te asalten hasta el punto de que corras peligro ‑dijo‑, haz algo pragmático al respecto. Apaga la luz. Perfora la oscuridad. Averigua qué pue­des ver.

 

Se levantó para apagar la luz. Lo frené.

 

‑No, no, don Juan ‑dije‑, no apague la luz. Es­toy bien.

 

Lo que sentía era algo fuera de lo normal, un inusual miedo a la oscuridad. El solo pensar en ella me producía jadeos. Definitivamente sabía algo visceralmente, pero ni loco lo tocaría o lo traería a la superficie, ¡por nada del mundo!

 

‑Viste las sombras fugaces contra los árboles ‑dijo don Juan, reclinándose en su silla‑. Estuviste muy bien. Ahora me gustaría que las vieras en esta habitación. No es­tás viendo nada. Simplemente estás captando imágenes fu­gaces. Tienes suficiente energía para hacerlo.

Temía que don Juan se levantara y apagara la luz de la habitación, y así lo hizo. Dos segundos más tarde yo estaba gritando a grito pelado. No sólo capté la visión de esas imágenes fugaces, sino que las oí zumbando en mis oídos. Don Juan prendió la luz mientras se doblaba de risa.

‑¡Qué tipo temperamental! ‑dijo‑. Un completo incrédulo, por un lado, y por el otro un pragmatista. Tienes que arreglar esta lucha interna. Si no, vas a hin­charte y a reventar como sapo.

 

Don Juan continuó hincándome su púa más y más profundo.

 

‑Los chamanes del México antiguo ‑dijo‑ vieron al predador. Lo llamaron el volador porque brinca en el aire. No es nada lindo. Es una enorme sombra, de una oscuridad impenetrable, una sombra negra que salta por el aire. Luego, aterriza de plano en el suelo. Los chama­nes del México antiguo estaban bastante inquietos con saber cuándo había hecho su aparición en la Tierra. Ra­zonaron que era que el hombre debía haber sido un ser completo en algún momento, con estupendas revela­ciones, proezas de conciencia que hoy en día son leyen­das mitológicas. Y luego todo parece desvanecerse y nos quedamos con un hombre sumiso.

 

Quería enojarme, llamarlo paranoico, pero de algún modo mi rectitud inflexible que por lo general se escon­día justo por debajo de la superficie de mi ser, no estaba allí. Algo en mí estaba más allá de hacerle mi pregunta favorita: ¿Qué pasa si lo que él dice es verdad? Aquella noche, al tiempo que me hablaba, de todo corazón sentí que lo que me decía era verdad, pero al mismo tiempo y con igual fuerza, sentí que todo lo que me estaba dicien­do era completamente absurdo.

 

‑¿Qué me está diciendo, don Juan? ‑pregunté dé­bilmente. Mi garganta estaba constreñida. Apenas podía respirar.

‑Lo que estoy diciendo es que no nos enfrentamos a un simple predador. Es muy ingenioso, y es organiza­do. Sigue un sistema metódico para volvernos inútiles. El hombre, el ser mágico que es nuestro destino alcan­zar, ya no es mágico. Es un pedazo de carne. No hay más sueños para el hombre sino los sueños de un ani­mal que está siendo criado para volverse un pedazo de carne: trillado, convencional, imbécil.


(...)


en El Lado Activo del Infinito, 1998


Fuente:  https://descontexto.blogspot.com/2022/04/sombras-de-barro-de-carlos-castaneda.html

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